Nuestra visita a Guadalajara fue breve, pero bastó para que la ciudad nos
atrapara con su alma discreta y su encanto escondido entre piedras antiguas. A
cada paso, su casco histórico susurraba historias de siglos, de pueblos y
culturas que dejaron su huella en cada arco, en cada plaza, en cada sombra que
se desliza por sus calles.
Decidimos comenzar nuestro recorrido en la Plaza de los Caídos, donde la
estatua de Pedro González
de Mendoza contempla la plaza con la
serenidad de quien ya ha visto pasar los siglos. Él, el Cardenal Mendoza,
símbolo de poder y sabiduría, parece custodiar el espíritu de Guadalajara, una
ciudad donde el tiempo no se detiene, pero tampoco olvida.

Aquí se
alza, majestuoso y sereno, el corazón monumental de la ciudad, que no es otro
que el PALACIO DE LOS DUQUES DEL INFANTADO (enlace a nuestra publicación). Los
historiadores lo llaman “único en su género”, y no exageran: su fachada con
filigranas de piedra, parece una joya tallada por el tiempo,
una sinfonía de arte y poder que se resiste a desvanecerse.
Este palacio no solo guarda belleza, sino también historia. En 1560 se
casó en este palacio Felipe II con Isabel de Valois. En 1738, Mariana de
Neoburgo, viuda de Carlos II, fue autorizada a regresar a España desde su
exilio en Bayona y se instaló en este palacio, donde
murió poco después, en 1740. También fue escenario del encuentro de Felipe V con Isabel de
Farnesio por motivo de su boda
por poderes. Hoy, el Palacio del Infantado sigue vivo. En sus salas respira el
pasado, pero también el presente, albergando el Archivo Histórico y el Museo Provincial de Guadalajara, guardianes de la memoria de esta tierra castellana.
Saliendo del Infantado, y tras discurrir por la calle Miguel Fluiters,
encaminaremos nuestros pasos a la del Teniente Figueroa, a la izquierda, un
muro de ladrillo y una sencilla portada donde destaca una hornacina avenerada
con la imagen del santo titular, custodian una joya del siglo XIV.

Es la IGLESIA DE SANTIAGO APÓSTOL (enlace a nuestra publicación),antes iglesia del antiguo convento de Santa Clara. Se alza sobre los antiguos solares del
barrio de la judería, adquiridos a los propios judíos de la ciudad por Doña María Fernández Coronel, aya de la infanta Isabel, señora de
Guadalajara e hija de Sancho IV y de María de Molina. Su historia está tejida con hilos de fe, poder y memoria: ecos de
oraciones que aún parecen resonar entre sus muros de piedra vieja.
En el exterior del templo, con el elegante Palacio de Antonio de Mendoza (visita virtual) como telón de fondo, nos detuvimos para
tomar una fotografía junto a una figura que parece escapada de las sombras del
teatro: el Comendador de Calatrava, homenaje al Tenorio Mendocino, que inmortaliza
al legendario Don Gonzalo de Ulloa, padre de la infortunada Doña Inés.

Y así, tras dejarnos llevar por estas calles que guardan la memoria de
siglos, llegamos al alma misma de la ciudad: la plaza Mayor. Desde la reconquista de Guadalajara en el año
1085, cuando Alfonso VI de León recuperó estas tierras —hazaña que la
tradición atribuye al valiente Alvar Fáñez de Minaya—. En sus orígenes, aquí se levantaban las
Casas del Concejo (Recorrido virtual 360º), escenario de decisiones, pregones y
celebraciones que tejieron la historia local. Hoy, preside la plaza el
Ayuntamiento, construido en 1906, cuya fachada elegante parece dialogar con los
siglos. Si cruzamos sus puertas, aún se pueden admirar los escudos y ornamentos
del edificio original del siglo XVI, como un eco pétreo de la Guadalajara
antigua, que se niega a desaparecer del todo.

Desde la Plaza Mayor, nos desviamos hacia el sur, por la estrecha calle
del Arco, una de esas callejuelas que parecen hechas para perderse y
encontrarse a la vez. Su silencio nos conduce hasta la pequeña plaza del
Concejo, un rincón que guarda, casi en susurro, los vestigios de otro tiempo. Allí,
entre las sombras de un edificio contemporáneo, perviven las ruinas de la
antigua IGLESIA DE SAN GIL. De ella solo queda en pie su ábside mudéjar del siglo XIII, un delicado
fragmento de ladrillo y memoria que resiste, altivo, el paso de los siglos.



En esta iglesia se reunía antaño el Concejo medieval de Guadalajara, el
mismo que dio forma a la vida y al pulso de la ciudad. Si uno se detiene a mirar
con atención, descubrirá que en esta plaza confluyen cinco calles dispuestas en
forma de estrella: una huella que sugiere que, en otros tiempos, este pudo ser
el verdadero centro de la ciudad medieval. El trazado irregular y estrecho de
las calles que la rodean habla de su antigüedad, de una Guadalajara que crecía
sin planos ni prisas, siguiendo los caprichos del terreno y los sueños de sus
gentes.

Retomamos nuestro camino y continuamos el paseo por la calle Mayor,
arteria que ha sido testigo del paso de los siglos y que hoy luce el encanto de
las ciudades que saben reinventarse sin perder su esencia. A ambos lados de la
vía se alzan los edificios más representativos de la arquitectura historicista
de comienzos del siglo XX.

A la altura de la Plaza del Jardinillo, uno de los rincones más
entrañables y queridos de Guadalajara, el paseo nos regala una nueva joya: la
Iglesia de San Nicolás el Real. Su historia se remonta a 1647, cuando comenzó a levantarse sobre los
cimientos del antiguo Colegio jesuita de la Trinidad, fundado por la familia
Lasarte en 1619. Su fachada de ladrillo es sobria, casi discreta, pero en ella
brilla con fuerza una portada barroca de piedra, añadida a finales del siglo
XVII. Desde una hornacina central, una elegante figura de la Fe domina la
escena, mientras bajo ella se representa la Santísima Trinidad, como si la
piedra misma quisiera elevar una oración silenciosa al cielo.


El interior, fiel al estilo arquitectónico de los templos jesuitas,
conserva una serena armonía y esconde dos auténticos tesoros: su altar mayor,
de gran belleza, y la estatua yacente del comendador Rodrigo de Campuzano, una obra maestra tallada en Guadalajara a
fines del siglo XV. Su perfección es tal que ha sido comparada con la célebre
figura de El Doncel de la CATEDRAL DE SIGÜENZA (enlace a nuestra publicación).
En la misma Plaza del Jardinillo, donde el rumor de la vida moderna se
mezcla con los ecos del pasado, se esconde, casi inadvertida entre puertas de
comercios y cristaleras contemporáneas, una huella noble de otro tiempo. Si uno
se detiene y observa con atención, descubrirá la portada almohadillada de
piedra que delata la presencia de otro de los palacios mendocinos que
ennoblecieron la ciudad. Se trata del antiguo Palacio de los Condes
de Coruña, una casona
fundada a mediados del siglo XVI por Bernardino
Suárez de Mendoza. Su nombre —Coruña— nos llamó la atención de inmediato,
siendo nosotros de A CORUÑA, aunque pronto
descubrimos el matiz: el título hace referencia a la localidad de Coruña del Conde en la PROVINCIA DE BURGOS. Un curioso juego de coincidencias geográficas que une, por un instante,
la vieja Castilla con mi tierra gallega.


Nuestro paseo prosigue hasta la plaza de Santo Domingo, espacio vibrante
que hoy late como el verdadero centro de Guadalajara, aunque en tiempos pasados
quedara extramuros, cuando era conocida como la plaza del Mercado. Aquí se
mezclan la historia y la vida cotidiana: el bullicio de los cafés, las conversaciones
bajo los árboles y, entre todo ello, la memoria de quienes dieron forma a la
ciudad moderna. Allí se alza el grupo escultórico dedicado al Conde de Romanones, obra del escultor Miguel Blay, inaugurada en 1913. La piedra y el
bronce rinden homenaje a don Álvaro de Figueroa, político ilustrado y
benefactor, cuya generosidad con los maestros de las Escuelas Públicas le ganó
el agradecimiento de todo un gremio. Fue él quien impulsó que los sueldos y
gastos de la enseñanza pública se incluyeran por fin en los Presupuestos del
Estado, abriendo una nueva página en la historia de la educación española.

Frente a la plaza de Santo Domingo se levanta, imponente y silenciosa, la
iglesia de San Ginés, una mole de piedra que guarda en su interior siglos de fe y de arte. En
otro tiempo fue el templo del desaparecido convento de Santo Domingo de la
Cruz, y su construcción comenzó en 1561 con grandes ambiciones. Sin embargo, el
destino —o quizá las circunstancias— detuvo las obras apenas cinco años
después, en 1566, dejando el edificio a medio soñar. El templo que hoy
contemplamos es, en realidad, la mitad del proyecto original, lo que no impide
que impresione por su porte severo y su elegante equilibrio. La fachada,
majestuosa y sobria, luce una portada enmarcada por dos contrafuertes que se
elevan como guardianes y culminan en espadañas que rozan el cielo. En el
centro, bajo el gran rosetón, se distingue el escudo de la orden de Santo
Domingo, como sello espiritual de su pasado monástico. El interior del templo
guarda verdaderas joyas escultóricas: cuatro magníficos ejemplos de escultura
funeraria. Destacan las estatuas orantes de los fundadores del convento, Pedro
Hurtado de Mendoza —séptimo hijo del marqués de Santillana— y su esposa Juana de Valencia, figuras de
mármol que parecen rezar eternamente en la penumbra. A su lado reposan los
sepulcros de los primeros condes de Tendilla, Iñigo López de Mendoza y Elvira de Quiñones, obras del siglo XV
trasladadas aquí en el XIX desde el desaparecido monasterio jerónimo de Santa
Ana de Tendilla.

Desde este punto, el viajero puede dirigir sus pasos hacia los
emblemáticos parques de la Concordia y San Roque,
auténticos pulmones verdes de Guadalajara, donde la ciudad se toma un respiro
entre sombra y rumor de hojas. Al final de este recorrido, casi como un premio
al caminante curioso, se revela uno de los conjuntos arquitectónicos más bellos
de la ciudad: la Fundación de la Condesa de la Vega del Pozo y su Panteón. El lugar
guarda el sueño eterno de una mujer ilustrada y generosa, cuya huella se
convirtió en símbolo de elegancia, sensibilidad y mecenazgo.
El día tocaba a su fin y la luz dorada del atardecer comenzaba a
desvanecerse entre los tejados de Guadalajara. La noche se nos echaba encima,
y, con el tiempo justo, decidimos poner rumbo hacia uno de los monumentos
arqueológicos más importantes de la ciudad: la Puerta de Bejanque. Ante nosotros se alzaba su gran arco testigo silencioso de siglos de
historia. Esta puerta formaba parte de las murallas que, desde finales del
siglo XIV, ceñían la ciudad para proteger y salvaguardar a sus habitantes, una
fortaleza de piedra y esperanza en tiempos inciertos. Hoy, la muralla ya no
existe, pero la Puerta permanece altiva, como un vestigio noble del pasado que
se niega a desaparecer, como otros guardianes de aquella Guadalajara medieval:
el Torreón del
Alamín y el Torreón de Alvar Fáñez, que completan el relato de una ciudad que,
aunque cambie con los siglos, sigue conservando el alma de su historia entre sus
calles.

Y, cómo no, nuestra visita a Guadalajara no podía concluir sin visitar la
CONCATEDRAL DE SANTA MARÍA (enlace a nuestra publicación), uno de los templos más emblemáticos y
queridos de la ciudad. Su origen se remonta a finales del siglo XIII o
comienzos del XIV, y está considerada una de las más notables obras del arte
mudéjar castellano.
El exterior cautiva desde el primer instante: tres magníficas portadas
mudéjares se abren como umbrales al pasado, testimonio del diálogo entre la
piedra cristiana y la delicadeza del arte islámico. Sobre ellas se alza la
esbelta torre de ladrillo, símbolo inconfundible del templo y una de las
manifestaciones arquitectónicas más hermosas e importantes de la Guadalajara
medieval.

Bajo su sombra, el visitante siente cómo el tiempo se diluye: los siglos
se mezclan en el aire, y el rumor de las campanas parece entrelazarse con las
voces antiguas de quienes levantaron este santuario de fe, arte y memoria.
A las puertas del templo, el visitante se encuentra con una obra que une
arte, fe y tradición: el Monumento al Cofrade, creado en 2016 por el escultor Óscar Alvariño. El conjunto escultórico,
realizado en bronce, rinde homenaje a la figura del cofrade de Semana Santa,
símbolo de entrega silenciosa y fervor popular. En él se representan las siete
cofradías que conforman la Semana Santa de Guadalajara, en una composición que
parece cobrar vida con la luz del atardecer, cuando los reflejos dorados del
metal evocan el fuego de las velas y el eco lejano de los tambores.

Tras visitar la Concatedral, emprendimos camino por la cuesta de San
Miguel, que asciende suavemente hacia el corazón de la ciudad. Allí, casi
escondida entre edificios modernos, nos esperaba una de las joyas más
singulares de Guadalajara: la capilla funeraria de Luis de Lucena, también conocida como la capilla de los
Urbina o de Nuestra Señora de los Ángeles. Este templo, que parece pequeño y
discreto desde el exterior, es en realidad una obra maestra de la arquitectura
en ladrillo, un prodigio de equilibrio y belleza que resume el espíritu del
Renacimiento español. Fue fundada por el humanista Luis de Lucena, figura culta y viajera, médico y pensador,
que quiso dejar en su ciudad natal un legado de arte y fe. Su construcción
—quizás trazada por el propio Lucena— data de 1540, y su estilo mezcla la
sobriedad castellana con ecos italianos, reflejo de una mente abierta a las
corrientes del saber y la belleza universal.

En el exterior de la capilla de Lucena, unas torrecillas cilíndricas,
bajo un extraño alero, simulan una obra militar. Se trata, probablemente, según
Herrera Casado, de una referencia a la Fortaleza de la Fe o, tal vez, según
Muñoz Jiménez, al Templo de Salomón.
No muy lejos se encuentra el Palacio de la Cotilla. La construcción de esta noble Casona de los Torres se remonta al siglo
XVI, según revela su portada blasonada y el patio central. A fines del siglo
XIX, sus propietarios eran los Marqueses de
Villamejor, Ana de Torres e Ignacio de Figueroa, padres del conde de Romanones. De aquella época se conserva el espacio más sorprendente
y cautivador del edificio, el Salón Chino, decorado todavía con el papel
pintado original, según el estilo de la dinastía Qing, cuya rareza en España le
otorga un valor excepcional.

Y, para culminar nuestro paseo, nos detenemos ante la sobria fachada del Convento
de las Carmelitas Descalzas de San José, erigido a partir de 1625
siguiendo las trazas del arquitecto carmelita fray Alberto de la Madre de Dios, el mismo genio que dio forma a la fastuosa
Capilla del Sagrario de la CATEDRAL DE CUENCA (enlace a nuestra publicación). Su arquitectura, serena y equilibrada, respira el espíritu de la reforma
carmelitana: sencillez exterior, hondura interior. En la fachada de la iglesia,
a izquierda y derecha, se distinguen los escudos de los fundadores, las
familias Frías y Mendoza, mientras que en la portada del convento destaca el
escudo del Carmelo, símbolo de la fe austera y luminosa que animó la
construcción de este recinto sagrado.

Nos marchamos pensando que la visita ha sido demasiado fugaz, que
Guadalajara guarda aún muchos secretos en sus calles y sus piedras, y que
merece volver, sin prisas, para descubrirlos todos. Porque en esta ciudad
castellana —de nobles palacios y templos de ladrillo, de plazas donde respira
la historia y parques donde descansa el alma— cada rincón invita a mirar más
despacio, a escuchar el tiempo y a dejarse envolver por su belleza serena.
Hasta pronto, Guadalajara, ciudad de memoria y encanto, que nos despide
con la promesa de un regreso.
TODA LA INFORMACIÓN APORTADA EN ESTA PUBLICACIÓN HA SIDO RECOGIDA DE LOS SIGUIENTES ENLACES:
https://www.esculturaurbanaaragon.com.es/castillalamancha32.htm
https://www.guadalajara.es/es/ciudad/monumentos/iglesia-de-san-gil/
https://www.guadalajara.es/es/ciudad/monumentos/iglesia-de-san-gines
https://www.guadalajara.es/es/ciudad/monumentos/palacio-de-la-cotilla
https://www.guadalajara.es/es/ciudad/monumentos/capilla-de-luis-de-lucena
https://www.guadalajara.es/recursos/doc/portal/2017/09/18/capilla-de-luis-de-lucena.pdf
https://www.guadalajara.es/es/actividad-economica/puerta-bejanque.html
VISITA OTROS
SORPRENDENTES LUGARES DE LA PROVINCIA DE GUADALAJARA EN EL ENLACE.