Toledo tiene esa manía preciosa de parecer eterna. Uno cruza sus callejones empedrados y siente que las piedras guardan secretos en varios idiomas: hebreo, árabe y latín, todos susurrando al mismo tiempo. Entre ese laberinto dorado por el sol, escondida como una joya que no presume, está la Sinagoga de Santa María la Blanca.
Desde fuera, no parece gran cosa —una fachada modesta, casi tímida—, pero basta cruzar la puerta para que el aire cambie. Y entonces… ¡boom!
Una luz blanca y suave nos envuelve. Los arcos se elevan, estilizados como versos mudos, y las pilastras parecen columnas de un templo inventado por un poeta andalusí.
Allí dentro, el tiempo se detiene. Y uno se entera de que Santa María la Blanca fue levantada en el barrio judío de Toledo en el año 1180, según reza la inscripción aún visible en una de sus vigas. Tras sufrir un incendio en 1250, el rey castellano Alfonso X el Sabio otorgó permiso en 1260 para restaurarla, calificándola como "la mayor y más hermosa sinagoga de España". Durante 211 años fue sinagoga mayor, casa de oración y punto de encuentro de la comunidad hebrea. Hasta que el pogromo de 1391 cambió su destino: fue expropiada y transformada en iglesia, como testigo de una época de sombras y conversiones forzadas.
El nombre actual viene de entonces, cuando,
en tiempos de San Vicente
Ferrer,
se colocó en su interior una imagen de Santa María la Blanca, una copia de la
Virgen del coro de la CATEDRAL DE
TOLEDO
(enlace a nuestra publicación). Aquella figura presidió el templo hasta que,
siglos después, el edificio se convirtió en cuartel militar.
Una vida movida la de este edificio, que ha
pasado de sinagoga a iglesia, de beaterio fundado por el Cardenal
Silíceo
a oratorio o
ermita, de almacén militar a museo, y que aun así sigue en pie, blanca y
silenciosa, como si supiera que la historia humana es cíclica y caprichosa.
Creada por canteros musulmanes, la sinagoga
despliega una planta basilical, orientada de este a oeste, con cinco naves
estrechas que se alzan de forma escalonada, como si cada una buscara alcanzar
un poco más de cielo. Consiguiendo una altura de 12,50 metros en la nave central.
Nos quedamos un buen rato mirando la
incomparable belleza de sus treinta y dos columnas, todas blancas, todas
distintas, todas iguales, con capiteles decorados con tallos de piñas y volutas
dispuestos en composición romboidal. Lo más fascinante es que no existe un
capitel igual a otro: cada uno parece contar su propia historia, una variación
única dentro de la armonía general.
De esas pilastras brotan los arcos de
herradura, suaves y majestuosos, que se enlazan unos con otros formando una
cadena de luz y sombra, que tienden a recordar la tipología propia de una mezquita. Sobre
ellos, los muros se adornan con frisos horizontales que recorren las paredes
como si fueran versos tallados. Los
entrelazados, de origen almohade, nos recuerdan que este lugar no solo fue obra
de manos, sino también de almas que entendían el arte como una forma de
oración.
El templo se cubre con un artesonado clásico
mudéjar de alerce, cuya armadura de par y nudillo con remates tallados es una
muestra exquisita del arte toledano de la carpintería artística. Levantar la
vista hacia el techo es casi un acto de devoción: la madera, con sus geometrías
infinitas, parece respirar la misma espiritualidad que la piedra blanca que la
sostiene.
La cabecera actual pertenece a una reforma
acometida en el siglo XVI, atribuida al arquitecto Alonso de
Covarrubias, quien transformó el testero de las tres naves centrales y las
cubrió con bóvedas renacentistas. Esas bóvedas, con su sobria elegancia,
dialogan con la pureza mudéjar original, como si el tiempo hubiera querido
añadir su propia capa de belleza sin borrar las huellas del pasado.
Cada detalle, cada filigrana, cuenta una historia de convivencia y mestizaje. Hebreos, musulmanes y cristianos dejaron aquí su huella como quien deja un eco en una cueva sagrada.
La antigua Sinagoga Mayor de Toledo, uno de
los monumentos más bellos de la judería de Toledo. Un ícono de la ciudad y de
la historia sefardí en ella. Sus columnas blancas han sido un símbolo de Toledo
por siglos, transportando a los visitantes a una época pasada y ofreciendo un
remanso de paz en el bullicioso mundo actual.
Fuera, Toledo sigue siendo un laberinto de cuestas y espadas. Pero dentro, el silencio manda, y hasta los clics de la cámara parecen pedir permiso. Nos vamos con esa sensación de haber visto algo que no se puede fotografiar del todo. Porque la Sinagoga de Santa María la Blanca es una melodía en piedra. Un canto a la mezcla. Un recordatorio de que la belleza, a veces, nace de los encuentros imposibles.
TODA LA INFORMACIÓN INCLUIDA EN ESTA
PUBLICACIÓN, HA SIDO RECOGIDA DE LOS SIGUIENTES ENLACES:
https://turismo.toledo.es/recursos/museos-y-monumentos/id606-sinagoga-de-santa-maria-la-blanca.html
https://es.wikipedia.org/wiki/Santa_Mar%C3%ADa_la_Blanca_(Toledo)
https://toledomonumental.com/sinagoga-de-santa-maria-la-blanca/
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